Los secundarios que hoy ya son militantes políticos de vuelta y su mirada sobre este pasado que se transforma y nos transforma.
"La fecha es un rito de iniciación política"
Publicado el 16 de Septiembre de 2011Por
La desaparición de los estudiantes es una bandera de los jóvenes que ingresan en la militancia. El debate por la lucha armada y la necesidad de reconstruir el relato de los desaparecidos para romper la lógica de teoría de los dos demonios.
La desaparición de los estudiantes es una bandera de los jóvenes que ingresan en la militancia. El debate por la lucha armada y la necesidad de reconstruir el relato de los desaparecidos para romper la lógica de teoría de los dos demonios.
La historiadora Sandra Raggio, destaca que entre 3000 estudiantes de escuelas secundarias bonaerenses, que participan del Programa que coordina en la Comisión por la Memoria, el 82% conocía la película dirigida por Héctor Olivera que relata parte de la historia de los jóvenes secuestrados por las patotas del General Ramón Camps. En una entrevista con Tiempo Argentino considera que "hoy podemos empezar a superar esos relatos y animarnos a plantear por qué estaban peleando esos jóvenes, cuáles eran sus proyectos y sus identidades políticas".
-En varios de sus trabajos menciona un factor significativo para pensar el rol de la película en las aulas: la edad de las personas que fueron secuestradas. ¿Qué implicancias tiene en la vigencia de este relato?
-Es producto de su tiempo: en los años ochenta era dominante la narrativa de la víctima inocente, y esto silenciaba la identidad política de los desaparecidos. También pesaba la acción punitiva por parte del Estado sobre aquellos que habían tenido participación política en las organizaciones armadas; la teoría de los dos demonios tuvo no sólo un impacto discursivo, sino también un impacto jurídico. La película genera una fuerte empatía en las nuevas generaciones y expresa un sentido de la política ligada a una reivindicación puntual, el boleto estudiantil. Pero la generación de los ´70 demandaba otras cosas de la política, era la revolución, transformar culturalmente una sociedad, con todo lo que eso implica. Ahora estamos hablando de una película que se hizo en 1986, hoy creo que estamos en un tiempo donde podemos empezar a superar esos relatos y devolverles a los desaparecidos esa identidad política que la dictadura quiso exterminar cuando intentó eliminarlos.
-¿Cómo interpela la conmemoración de La Noche de los Lápices a los jóvenes de hoy?
-Para muchos jóvenes platenses ha sido su primera marcha, su primera pancarta, su primera bandera. En algún sentido la fecha es un rito de iniciación para la política. No digo que esto sea generalizado, pero los pibes empiezan a hablar más de política que hace 5 o 6 años atrás.
-¿Los chicos proponen nuevas líneas de análisis sobre la dictadura y la historia reciente del país?
-Las nuevas generaciones vienen con nuevas preguntas, con inquietudes propias vinculadas con poder comprender quiénes son ellos, y eso hace que indaguen desde perspectivas diferentes. Muchas veces los chicos dicen que a ellos les contaron que en su pueblo no pasó nada, y cuando empiezan a indagar la historia está presente en todos lados. Y desde pensar qué hacía la gente, dónde vivía, aparecen otras experiencias como el cierre de la fábrica, gente que se tuvo que ir, que ya no vive como antes. Entonces también descubren no sólo que había un desaparecido sino que el silencio se sostuvo sin fisuras durante más de 30 años.
-¿Cómo entienden los jóvenes de hoy la militancia en los ´70?
-Cuesta mucho pensar los ´70, porque fue una época muy distinta. Hace poco uno de los chicos le preguntó a una sobreviviente de la ESMA ¿qué era lo más importante que querían conseguir con la revolución? Ella lo miró y le dijo: "Era la revolución misma la que nos iba a hacer más felices." Hoy pueden decir que esta persona que desapareció militaba en Montoneros, pero más difícil es pensar la lucha armada, el uso de la violencia en la política. Son temas difíciles de abordar incluso para los docentes, ya que la tensión se traslada a intentar determinar si está bien o está mal, y a comprender históricamente.
-En varios de sus trabajos menciona un factor significativo para pensar el rol de la película en las aulas: la edad de las personas que fueron secuestradas. ¿Qué implicancias tiene en la vigencia de este relato?
-Es producto de su tiempo: en los años ochenta era dominante la narrativa de la víctima inocente, y esto silenciaba la identidad política de los desaparecidos. También pesaba la acción punitiva por parte del Estado sobre aquellos que habían tenido participación política en las organizaciones armadas; la teoría de los dos demonios tuvo no sólo un impacto discursivo, sino también un impacto jurídico. La película genera una fuerte empatía en las nuevas generaciones y expresa un sentido de la política ligada a una reivindicación puntual, el boleto estudiantil. Pero la generación de los ´70 demandaba otras cosas de la política, era la revolución, transformar culturalmente una sociedad, con todo lo que eso implica. Ahora estamos hablando de una película que se hizo en 1986, hoy creo que estamos en un tiempo donde podemos empezar a superar esos relatos y devolverles a los desaparecidos esa identidad política que la dictadura quiso exterminar cuando intentó eliminarlos.
-¿Cómo interpela la conmemoración de La Noche de los Lápices a los jóvenes de hoy?
-Para muchos jóvenes platenses ha sido su primera marcha, su primera pancarta, su primera bandera. En algún sentido la fecha es un rito de iniciación para la política. No digo que esto sea generalizado, pero los pibes empiezan a hablar más de política que hace 5 o 6 años atrás.
-¿Los chicos proponen nuevas líneas de análisis sobre la dictadura y la historia reciente del país?
-Las nuevas generaciones vienen con nuevas preguntas, con inquietudes propias vinculadas con poder comprender quiénes son ellos, y eso hace que indaguen desde perspectivas diferentes. Muchas veces los chicos dicen que a ellos les contaron que en su pueblo no pasó nada, y cuando empiezan a indagar la historia está presente en todos lados. Y desde pensar qué hacía la gente, dónde vivía, aparecen otras experiencias como el cierre de la fábrica, gente que se tuvo que ir, que ya no vive como antes. Entonces también descubren no sólo que había un desaparecido sino que el silencio se sostuvo sin fisuras durante más de 30 años.
-¿Cómo entienden los jóvenes de hoy la militancia en los ´70?
-Cuesta mucho pensar los ´70, porque fue una época muy distinta. Hace poco uno de los chicos le preguntó a una sobreviviente de la ESMA ¿qué era lo más importante que querían conseguir con la revolución? Ella lo miró y le dijo: "Era la revolución misma la que nos iba a hacer más felices." Hoy pueden decir que esta persona que desapareció militaba en Montoneros, pero más difícil es pensar la lucha armada, el uso de la violencia en la política. Son temas difíciles de abordar incluso para los docentes, ya que la tensión se traslada a intentar determinar si está bien o está mal, y a comprender históricamente.
La masacre es un capítulo clave en la investigación del denominado circuito camps
A 35 años de la Noche de los Lápices, se abrió el camino para hacer justicia
Publicado el 16 de Septiembre de 2011Por
Hoy se cumple un nuevo aniversario del secuestro de los jóvenes que luchaban por el boleto estudiantil. Será el último que sus victimarios atraviesen impunes. El caso será un hito del juicio que se inició el lunes en La Plata.
Hoy se cumple un nuevo aniversario del secuestro de los jóvenes que luchaban por el boleto estudiantil. Será el último que sus victimarios atraviesen impunes. El caso será un hito del juicio que se inició el lunes en La Plata.
Este 16 de septiembre no es uno más para los hombres y mujeres que durante la dictadura, cuando eran apenas estudiantes secundarios, sobrevivieron a la masacre que se conoce como La Noche de los Lápices. No sólo porque reverbera, como en cada homenaje, la memoria de los caídos; sino porque será el último que sus victimarios atraviesen impunes. Sus secuestros y tormentosos cautiverios, a fines de septiembre y principios de octubre de 1976 en el Destacamento policial de Arana, serán uno de los hitos del juicio que comenzó el lunes en La Plata contra los asesinos al mando de Camps.
En los ´80, la historiografía de una democracia reciente circunscribió el episodio a diez chicos, pero fueron más (Walter Docters, Nora Úngaro o Víctor Treviño, entre otros), y asoció sus calvarios al escarmiento por participar de una marcha por el boleto secundario. Con el tiempo, los sobrevivientes se fueron reconciliando con el motivo, al fin de cuentas, que habían dado sus secuestradores: soñaban con dar vuelta el mundo como una media, y para eso militaban en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y otras organizaciones "subversivas".
Según la pesquisa judicial, el 15 de septiembre levantaron a Claudio de Acha y Francisco López Muntaner, que militaban en la UES y eran compañeros de curso en el Colegio Nacional. La madrugada siguiente cayeron escalonadamente el grueso de las víctimas: en la casa de su abuela fue secuestrada María Claudia Falcone con María Clara Cio-cchini -que vivía con ella-, mientras que a Daniel Racero y Horacio Úngaro los secuestraron de la casa de este último. Al día siguiente les tocó a dos que vivirían para contarlo: Patricia Miranda -la única que no tenía militancia política- y Emilce Moler, estudiante de Bellas Artes e hija menor de un comisario inspector retirado que sorprendió hasta a los propios verdugos cuando se paró en piyama en el vano de la puerta: "Es muy chiquita; esta no puede ser."
Una semana antes habían secuestrado a Gustavo Calotti en la propia Jefatura de Policía donde trabajaba como "correo", porque después del bachillerato -en el que había sido uno de los impulsores de la Coordinadora de Estudiantes Secundarios- se había enrolado como cadete policial. El operativo lo encabezó, como en casi todos los casos, el comisario Héctor Luis Vides, quien lo torturó en Arana y murió -ironías de la historia- un 17 de septiembre de 1998.
El Día del Estudiante los sacaron a todos al patio del Destacamento, les aflojaron las vendas y les dieron ñoquis. La madrugada anterior, "El Lobo" -como se hacía llamar Vides- había entrado a cara descubierta, secundado por una decena de matones en ropas de fajina, para llevarse a Pablo Díaz. Después de interrogarlo por el supuesto armamento, robar alhajas y la ropa de sus seis hermanos, se lo llevaron.
En cada declaración judicial, Díaz aseguró que no había estado en el Destacamento, sino en un casco de estancia en Arana que se conoce como "La Casona" o "La Armonía", donde funciona actualmente el Regimiento 7º de Infantería del Ejército. Sin embargo, las circunstancias que relata y los cautivos que recuerda se compadecen con los del Destacamento, por eso la Cámara de Apelaciones elevó su caso a juicio estimando que había pasado por ambos, y había distorsionado el tiempo y el espacio.
Doce de los 26 represores que hoy afrontan el juicio, operaban donde fueron torturados los colegiales, pero sólo cuatro -Miguel Etchecolatz, Roberto Grillo, Julio César Argüello y Miguel Kearney- responderán por sus casos. "Roberto Grillo fue uno de los que entró a mi casa y posiblemente generó el robo de las pertenencias de mi familia", declaró Pablo Díaz en 1998. Grillo también fue reconocido en el operativo por la madre de Horacio Úngaro.
La justicia estima que la operación de La Noche de los Lápices fue vertebrada por el Batallón de Inteligencia 601 y la Policía Bonaerense. El enlace entre ambos organismos -según las investigaciones de Pablo Díaz, recogidas por el juez- fue un comisario de nombre Alfredo Fernández. Durante el juicio a las Juntas, Díaz dijo haber visto un memorándum dirigido a Etchecolatz en el que Fernández radiografiaba al estudiantado de La Plata, Berisso y Ensenada, y advertía sobre su "peligrosidad". De Arana los trasladaron a los Pozos de Quilmes y Banfield. Moler, Calotti, Miranda y Díaz vivieron. El resto -según contó ante la Conadep Carlos Alberto Hours, un agente de inteligencia ya fallecido-, marcharon a la muerte por orden expresa de Etchecolatz.
En los ´80, la historiografía de una democracia reciente circunscribió el episodio a diez chicos, pero fueron más (Walter Docters, Nora Úngaro o Víctor Treviño, entre otros), y asoció sus calvarios al escarmiento por participar de una marcha por el boleto secundario. Con el tiempo, los sobrevivientes se fueron reconciliando con el motivo, al fin de cuentas, que habían dado sus secuestradores: soñaban con dar vuelta el mundo como una media, y para eso militaban en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y otras organizaciones "subversivas".
Según la pesquisa judicial, el 15 de septiembre levantaron a Claudio de Acha y Francisco López Muntaner, que militaban en la UES y eran compañeros de curso en el Colegio Nacional. La madrugada siguiente cayeron escalonadamente el grueso de las víctimas: en la casa de su abuela fue secuestrada María Claudia Falcone con María Clara Cio-cchini -que vivía con ella-, mientras que a Daniel Racero y Horacio Úngaro los secuestraron de la casa de este último. Al día siguiente les tocó a dos que vivirían para contarlo: Patricia Miranda -la única que no tenía militancia política- y Emilce Moler, estudiante de Bellas Artes e hija menor de un comisario inspector retirado que sorprendió hasta a los propios verdugos cuando se paró en piyama en el vano de la puerta: "Es muy chiquita; esta no puede ser."
Una semana antes habían secuestrado a Gustavo Calotti en la propia Jefatura de Policía donde trabajaba como "correo", porque después del bachillerato -en el que había sido uno de los impulsores de la Coordinadora de Estudiantes Secundarios- se había enrolado como cadete policial. El operativo lo encabezó, como en casi todos los casos, el comisario Héctor Luis Vides, quien lo torturó en Arana y murió -ironías de la historia- un 17 de septiembre de 1998.
El Día del Estudiante los sacaron a todos al patio del Destacamento, les aflojaron las vendas y les dieron ñoquis. La madrugada anterior, "El Lobo" -como se hacía llamar Vides- había entrado a cara descubierta, secundado por una decena de matones en ropas de fajina, para llevarse a Pablo Díaz. Después de interrogarlo por el supuesto armamento, robar alhajas y la ropa de sus seis hermanos, se lo llevaron.
En cada declaración judicial, Díaz aseguró que no había estado en el Destacamento, sino en un casco de estancia en Arana que se conoce como "La Casona" o "La Armonía", donde funciona actualmente el Regimiento 7º de Infantería del Ejército. Sin embargo, las circunstancias que relata y los cautivos que recuerda se compadecen con los del Destacamento, por eso la Cámara de Apelaciones elevó su caso a juicio estimando que había pasado por ambos, y había distorsionado el tiempo y el espacio.
Doce de los 26 represores que hoy afrontan el juicio, operaban donde fueron torturados los colegiales, pero sólo cuatro -Miguel Etchecolatz, Roberto Grillo, Julio César Argüello y Miguel Kearney- responderán por sus casos. "Roberto Grillo fue uno de los que entró a mi casa y posiblemente generó el robo de las pertenencias de mi familia", declaró Pablo Díaz en 1998. Grillo también fue reconocido en el operativo por la madre de Horacio Úngaro.
La justicia estima que la operación de La Noche de los Lápices fue vertebrada por el Batallón de Inteligencia 601 y la Policía Bonaerense. El enlace entre ambos organismos -según las investigaciones de Pablo Díaz, recogidas por el juez- fue un comisario de nombre Alfredo Fernández. Durante el juicio a las Juntas, Díaz dijo haber visto un memorándum dirigido a Etchecolatz en el que Fernández radiografiaba al estudiantado de La Plata, Berisso y Ensenada, y advertía sobre su "peligrosidad". De Arana los trasladaron a los Pozos de Quilmes y Banfield. Moler, Calotti, Miranda y Díaz vivieron. El resto -según contó ante la Conadep Carlos Alberto Hours, un agente de inteligencia ya fallecido-, marcharon a la muerte por orden expresa de Etchecolatz.
Los jóvenes, la noche y el deber de la memoria
La Noche de los Lápices
Por Daniel Goldman. Rabino de la Comunidad Bet El. Comisión Provincial por la Memoria.(Pcia de Bs.As.)
En esa operación cobarde fueron secuestrados diez adolescentes. Sólo tres sobrevivieron al horror del Pozo de Banfield, el Pozo de Quilmes y la Jefatura de Policía de la provincia de Buenos Aires.
Fue en la casa de un amigo coleccionista de cosas viejas. Se encontraba colgada en la pared una de esas maquinitas con rollos de boletos de colectivo, numerados en serie. Un rollo entero verde tenía impresa la palabra "escolar". La palabra impresa derivó en conversación, la conversación en memoria, y la memoria en construcción de identidad.
Desempolvando nuestro recuerdo, apareció la reminiscencia de que todo había comenzado con una marcha multitudinaria en septiembre de 1975, época en la que ambos ya éramos universitarios. El clima del país hace tiempo que ya se percibía como enrarecido, denso. Pero sin embargo y aún detrás de esa densidad, rememorábamos sin ánimo melancólico, que los pibes no se dejaban torcer el brazo. Reclamaban algo muy simple: que el colectivo no les cueste lo mismo que al resto. Trasladarse al establecimiento escolar debería ser un derecho y no un privilegio. Y en un boleto escolar, la diferencia de los centavos puede representar una porción de pizza más durante la semana, invitar a una piba con un helado, o la ayuda en casa para lo que sea. Y ni qué hablar de añadir al precio, el valor simbólico de la expresión del inconformismo, cálido, rebelde, utópico, encantador. El estudiante secundario debía marcar el ritmo, de modo tal que la eximición de cierto porcentaje en el costo del pasaje no solamente represente una igualdad con el alumno de la primaria, que pagaba menos, sino la poderosa idea de que ser del secundario no es ser de segunda. La decisión de pelear por el boleto estudiantil comenzaba a ser una movida que se replicaba tanto en algunas ciudades de la provincia de Buenos Aires como en otros orbes del país. La iniciativa impulsada por la UES (Unión de Estudiantes Secundarios de La Plata) empezaba a tener eco nacional. Frente a la militancia, y ante la repercusión, finalmente el objetivo se logra. Era ese boleto verde, que colgaba en la pared de la casa de este amigo, el símbolo de la conquista perseverada a través de la lucha.
Pero como si fuese el inspector del colectivo, el golpe del ´76 arrancó el boleto y la hecatombe se llevó a los pibes. Un año después. Un 16 de septiembre de 1976.
Yendo un poco más allá del tema del boleto estudiantil, podríamos sostener que obviamente habría algo más profundo. Como parte del modus operandi del terrorismo de Estado, lo que molestaba, lo que irritaba a los integrantes del sistema del ominoso general Camps no era otra cosa que el activismo político y el compromiso de estos pibes. A esa penosa historia de la oscuridad (aunque no fue la única, pero sí una de las más significativas), que hace 35 años marcó con fuego el alma de una generación, se la conoció como La Noche de los Lápices.
En esa operación cobarde fueron secuestrados diez adolescentes, de entre 16 y 18 años. Sólo tres sobrevivieron al horror del Pozo de Banfield, el Pozo de Quilmes, la Jefatura de Policía de la provincia de Buenos Aires, las comisarías 5ª, 8ª y 9ª de La Plata y 3ª de Valentín Alsina, y el Polígono de Tiro de la Jefatura de la Provincia de Buenos Aires, entre otros lugares.
Junto a nuestro homenaje, y teniendo la posibilidad concreta que nuestra democracia nos brinda de poder ver cómo se juzga a los represores de las víctimas por sus crímenes, desde una perspectiva presente, vale la pena volver a repensar esta terrible historia, resignificando la fuerte dimensión de amenaza y miedo que produce el protagonismo juvenil al poder omnímodo supuestamente adulto representado por los regímenes estatales. Justamente, considerar al joven como una intimidación al futuro, exigiéndole que deba permanecer en el lugar que el poder le asigna, es volver a repetir viejas sagas. De algún modo, y sin ir muy lejos, desde el discurso represivo de la seguridad, con intención, se sigue alimentando e insistiendo en la imagen y el mensaje que sentencia al joven con la categoría de "peligroso", atribuyéndole la calidad de delincuente y al que hay que reprimir y encerrar hasta exterminarlo, ya que muchos representan la condición de "irrecuperables". De esta manera, la arenga va construyendo un estigma social y político que delinea la traza que estampa al pibe como un enemigo a ser domesticado (si es morocho, mucho más) y despolitizado. El testimonio cotidiano de Emilce Moler, sobreviviente de la nefasta noche, amiga, científica y educadora, integrante de nuestra comisión, nos advierte constantemente sobre este notable riesgo, para que la memoria no tenga la superficialidad nostálgica de creer que todo pasa, sino para que tenga el espesor y la claridad de un eco en las voces presentes que fueron acalladas en el pasado de la edad más tierna.
La Noche de los Lápices
Por Daniel Goldman. Rabino de la Comunidad Bet El. Comisión Provincial por la Memoria.(Pcia de Bs.As.)
En esa operación cobarde fueron secuestrados diez adolescentes. Sólo tres sobrevivieron al horror del Pozo de Banfield, el Pozo de Quilmes y la Jefatura de Policía de la provincia de Buenos Aires.
Fue en la casa de un amigo coleccionista de cosas viejas. Se encontraba colgada en la pared una de esas maquinitas con rollos de boletos de colectivo, numerados en serie. Un rollo entero verde tenía impresa la palabra "escolar". La palabra impresa derivó en conversación, la conversación en memoria, y la memoria en construcción de identidad.
Desempolvando nuestro recuerdo, apareció la reminiscencia de que todo había comenzado con una marcha multitudinaria en septiembre de 1975, época en la que ambos ya éramos universitarios. El clima del país hace tiempo que ya se percibía como enrarecido, denso. Pero sin embargo y aún detrás de esa densidad, rememorábamos sin ánimo melancólico, que los pibes no se dejaban torcer el brazo. Reclamaban algo muy simple: que el colectivo no les cueste lo mismo que al resto. Trasladarse al establecimiento escolar debería ser un derecho y no un privilegio. Y en un boleto escolar, la diferencia de los centavos puede representar una porción de pizza más durante la semana, invitar a una piba con un helado, o la ayuda en casa para lo que sea. Y ni qué hablar de añadir al precio, el valor simbólico de la expresión del inconformismo, cálido, rebelde, utópico, encantador. El estudiante secundario debía marcar el ritmo, de modo tal que la eximición de cierto porcentaje en el costo del pasaje no solamente represente una igualdad con el alumno de la primaria, que pagaba menos, sino la poderosa idea de que ser del secundario no es ser de segunda. La decisión de pelear por el boleto estudiantil comenzaba a ser una movida que se replicaba tanto en algunas ciudades de la provincia de Buenos Aires como en otros orbes del país. La iniciativa impulsada por la UES (Unión de Estudiantes Secundarios de La Plata) empezaba a tener eco nacional. Frente a la militancia, y ante la repercusión, finalmente el objetivo se logra. Era ese boleto verde, que colgaba en la pared de la casa de este amigo, el símbolo de la conquista perseverada a través de la lucha.
Pero como si fuese el inspector del colectivo, el golpe del ´76 arrancó el boleto y la hecatombe se llevó a los pibes. Un año después. Un 16 de septiembre de 1976.
Yendo un poco más allá del tema del boleto estudiantil, podríamos sostener que obviamente habría algo más profundo. Como parte del modus operandi del terrorismo de Estado, lo que molestaba, lo que irritaba a los integrantes del sistema del ominoso general Camps no era otra cosa que el activismo político y el compromiso de estos pibes. A esa penosa historia de la oscuridad (aunque no fue la única, pero sí una de las más significativas), que hace 35 años marcó con fuego el alma de una generación, se la conoció como La Noche de los Lápices.
En esa operación cobarde fueron secuestrados diez adolescentes, de entre 16 y 18 años. Sólo tres sobrevivieron al horror del Pozo de Banfield, el Pozo de Quilmes, la Jefatura de Policía de la provincia de Buenos Aires, las comisarías 5ª, 8ª y 9ª de La Plata y 3ª de Valentín Alsina, y el Polígono de Tiro de la Jefatura de la Provincia de Buenos Aires, entre otros lugares.
Junto a nuestro homenaje, y teniendo la posibilidad concreta que nuestra democracia nos brinda de poder ver cómo se juzga a los represores de las víctimas por sus crímenes, desde una perspectiva presente, vale la pena volver a repensar esta terrible historia, resignificando la fuerte dimensión de amenaza y miedo que produce el protagonismo juvenil al poder omnímodo supuestamente adulto representado por los regímenes estatales. Justamente, considerar al joven como una intimidación al futuro, exigiéndole que deba permanecer en el lugar que el poder le asigna, es volver a repetir viejas sagas. De algún modo, y sin ir muy lejos, desde el discurso represivo de la seguridad, con intención, se sigue alimentando e insistiendo en la imagen y el mensaje que sentencia al joven con la categoría de "peligroso", atribuyéndole la calidad de delincuente y al que hay que reprimir y encerrar hasta exterminarlo, ya que muchos representan la condición de "irrecuperables". De esta manera, la arenga va construyendo un estigma social y político que delinea la traza que estampa al pibe como un enemigo a ser domesticado (si es morocho, mucho más) y despolitizado. El testimonio cotidiano de Emilce Moler, sobreviviente de la nefasta noche, amiga, científica y educadora, integrante de nuestra comisión, nos advierte constantemente sobre este notable riesgo, para que la memoria no tenga la superficialidad nostálgica de creer que todo pasa, sino para que tenga el espesor y la claridad de un eco en las voces presentes que fueron acalladas en el pasado de la edad más tierna.
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