sábado, 10 de abril de 2010

En defensa de los compañeros de Cipolletti que atestiguaron en la justicia federal.



La reciente publicación en el diario Río Negro de una nota que firma la periodista Alicia Miller, donde se utilizan cuatro páginas centrales del matutino del día 8 de abril para descalificar y vilipendiar a víctimas que se animaron a dar su testimonio sobre lo que padecieron en la dictadura en la comisaría de Cipolletti, merece el repudio de las organizaciones y ciudadanos que nos sentimos comprometidos con la verdad y la justicia, respecto de todos los crímenes de esa dictadura: los cometidos por los jefes y también los cometidos por los subordinados de esos jefes, como los comisarios, oficiales, suboficiales y agentes de la policía de Río Negro.

El problema es que quienes han promovido y todavía sostienen las leyes de reconciliación e impunidad, como la obediencia debida y el punto final, (que es el caso del director del diario Río Negro, Julio Rajneri, cuando fue ministro de Ricardo Alfonsín) pretenden seguir defendiendo sus históricos errores que nos han prolongado por décadas la impunidad de delitos que todavía se siguen cometiendo. Y para ello utilizan el poder mediático del que disponen con arbitrariedad, porque en las cuatro páginas del artículo sólo se convirtieron en voceros de una parte de la causa que se sustancia en la justicia federal y ni siquiera se les ocurrió consultar a las personas que demolieron, sin darles una mínima oportunidad de expresarse por el poderoso medio regional que impone y crea “verdad” para miles de personas que repiten sus versiones e ideología, sin ningún sentido crítico. Ni siquiera se molestaron en informar que, por ejemplo, uno de los más denostados ya no podrá defenderse por sí, porque falleció el año pasado y mereció un homenaje en el acto del pasado 24 de marzo en Cipolletti, que ese diario no publicó.

La mejor demostración de la enorme mentira de la objetividad periodística es esta operación de prensa que pretende limpiar a la policía de Río Negro y a los gobernantes y poderosos de la política mediática que, equivocados o con mala conciencia, creyeron que podían incorporar a sus gobiernos a personajes secundarios de la dictadura sin que muchas personas les señalaran que con ello aseguraban la impunidad, la injusticia y la mentira, como ha ocurrido recientemente con el caso del represor Lorenzatti, empleado del gobierno de Saiz, o con el policía del Magro, asesor del IPROSS, entre otros.

La operación del planificado genocidio desplegado en la dictadura para asegurar el plan de miseria planificada que denunció Rodolfo Walsh en su carta a la junta militar de 1977, incluía a todas las piezas del rompecabezas: fuerzas militares y de seguridad, jueces, buchones de los servicios, medios de prensa y también los policías de cada comisaría, por lo menos de todos los lugares donde hubo secuestros y desaparecidos, como es el caso de Cipolletti, ciudad donde fueron secuestradas varias personas que fueron ubicadas aquí, luego de haberse trasladado desde otros lugares del país e incluso del exterior (dos ciudadanos chilenos fueron secuestrados en Cipolletti en el marco del operativo Cóndor), para intentar salvar su vida. Y no fueron ubicadas por casualidad, sino por operaciones de inteligencia realizadas por algunos y garantizadas o al menos toleradas y silenciadas por otros. Ni uno solo de estos policías ha dado apenas alguna pista de lo que sucedió con los secuestrados, aún desaparecidos en la ciudad de Cipolletti, mientras ellos estaban en la comisaría. ¿Nunca se enteraron de lo que hacían los militares asentados en la misma comisaria?

¿Es necesario recordar la enorme cantidad de crímenes impunes existentes en la provincia de Río Negro, con la acción de esta misma policía “inocente” y una justicia muy cuestionada por la sociedad? Esta impunidad ¿no tiene ninguna relación con la impunidad de los criminales de la dictadura?

El colmo de pensar de que alguien que fue hasta buen vecino no puede ser un criminal de la dictadura es una falacia atroz, sólo dicha para sostener otra falacia: que hubo treinta años de investigación judicial de los crímenes de la dictadura, como si hubiera sido continuada, desde el retorno a la democracia hasta hoy y como si no hubiera existido la suspensión de todos los procesos entre 1986 y 2005, gracias a que las leyes de impunidad y los indultos pusieron caminando en las mismas calles a los represores con sus víctimas. Y que esas víctimas, superando esa condición, se convirtieron en testigos para denunciar las vejaciones que sufrieron, aún sabiendo que en este país todavía hay muchos dispuestos a trabar la justicia completa.

La descalificación de los testigos recientes, que en la nota del matutino del día 9 de abril incluye a la profesora Silvia Barco y omiten al primer Secretario General de UnTER, Luis Genga, porque permaneció exiliado en España durante mucho tiempo después de la dictadura, como si antes hubieran tenido garantías para declarar y conseguir justicia, es un acto lamentable, sobre todo contraponiéndolo con las declaraciones de quienes al momento de declarar lo hicieron cuando todavía no existía el manto de impunidad que se estableció desde 1986, como una verdadera traición a la valentía de quienes se animaron a denunciar y testificar en los primeros años de la democracia. Y por supuesto que esto no desmerece la valentía de quienes declararon en los juicios de la verdad, mientras reinaba la impunidad.

La pretensión de fundar los hechos exclusivamente en el valioso dictamen de una comisión provincial que funcionó en los primeros años de la democracia para invalidar las investigaciones y declaraciones posteriores a 2005, cuando terminó la impunidad, es también arbitraria y pretende minimizar que alguno de sus miembros, como Rajneri, fue luego también el impulsor de las leyes de impunidad, algo que no dicen aunque sí se permiten la autoreferencia junto a destacadas personas defensoras coherentes de los derechos humanos hasta hoy. Justamente la pretensión de sostener el “punto final” a las investigaciones de la justicia es bien coherente con esta invalidación de las denuncias más recientes.

Sólo puede entenderse esta postura de la supuesta “caza de brujas” hacia los policías, si la vinculamos con las declaraciones de otros personajes de la política nacional que han sostenido y sostienen la impunidad con indultos a los genocidas o defienden la apropiación ilegal de hijos de desaparecidos, realizada por otros poderosos dueños de monopolios mediáticos. Están en el sector de los que todavía apuestan a la teoría de los dos demonios y piensan en “reconciliar” a la sociedad, sobre la base de la mentira y la injusticia.

Quienes hemos podido escuchar recientemente las declaraciones de Osvaldo Papaleo contando cómo se convirtieron Clarín y La Nación, en socios del Estado en la empresa Papel Prensa, luego de que le fuera quitada a la familia Graiver en una mesa de torturas, ya entendimos la directa relación que existe entre estos monopolios mediáticos y la permanencia de las peores consecuencias de la propia dictadura militar hasta el presente, incluida la enorme confusión ideológica de algún sector de nuestra sociedad, que todavía piensa que puede haber democracia y derechos en base a la desmemoria, la mentira y la injusticia, que suele confundir muy seguido a la venganza o la discriminación con la seguridad, o que piensa en términos racistas o xenófobos muchas de las realidades que no quiere aceptar y que es necesario cambiar con gran esfuerzo de todos.

De todas formas muchos creemos que estas expresiones poco democráticas, aún para los principios del liberalismo político más clásico, son facetas de una realidad política que ha logrado empezar a sustituir la dictadura de la economía y la enorme imposición mediática de opinión pública dominante desde los sectores del poder económico concentrado. Por eso que salgan a la luz estos debates es parte de la necesaria reconstrucción histórica del sentido de la justicia, la igualdad y la democracia por la que seguimos luchando cada día, donde la conquista de la plena vigencia de una comunicación horizontal, democrática, que permita todas las voces de la diversidad y que pueda desnudar los intereses de quienes usan los medios para ejercer su libertad de empresa por encima de otras libertades humanas y elementales, es un objetivo principal.

Luis Giannini. Sec. Gral. CTA Rio Negro.

UN BUEN ARTÍCULO SOBRE ESTE MISMO TEMA ES EL ESCRITO POR PABLO SCATIZZA EN 8300. PARA VERLO : http://www.8300.com.ar/2010/04/09/de-testimonios-verdades-y-discursos-anotaciones-acerca-del-informe-de-alicia-miller/

OTRO MUY BUEN ARTICULO SOBRE ESTE TEMA QUE REVELA LA TRAYECTORIA DE LA FAMILIA RAJNERI Y SU DIARIO CON TODA CLARIDAD ES EL QUE PEGO A CONTINUACION, CON AUTORIZACIÓN AMABLE DE SU AUTOR, EL PROFESOR JOSE ECHENIQUE. SU TITULO ES BIEN INDICATIVO DE LA IDEOLOGÍA QUE SUSTENTA EL MEDIO MONOPOLICO REGIONAL.

Los demonios del diario "Río Negro"

Por José Echenique

En un "informe especial" que interpreta unilateralmente datos parciales de la causa "Reinhold y otros...", Alicia Miller pretende poner en duda si la Comisaría Séptima -actual Comisaría Cuarta de Cipolletti- fue un "centro de detención ilegal" durante los meses previos y posteriores al golpe de Estado de 1976. En una nota posterior, la periodista considera definitivas las conclusiones alcanzadas en los ochenta por la Comisión Provincial de Derechos Humanos de Río Negro. En tres partes, este artículo refuta ambas afirmaciones con el objetivo más general de revisar críticamente la política editorial del diario "Río Negro" en materia de DD.HH. y, en torno a ello, reflexionar sobre algunas problemáticas que rodean a los juicios en curso.


I.- Inconsistencias e incongruencias del artículo de Alicia Miller

Comencemos con la falsedad más evidente del "informe especial" : no sólo testigos recientes señalaron a la Comisaría Séptima de Cipolletti como un centro de detención ilegal, también lo afirmaron otras víctimas durante la instrucción de los años ochenta. Entre las mencionadas por la autora figuran Roberto Liberatore, Pedro Justo Rodríguez, José Antonio Giménez, Eduardo París, Gladys Sepúlveda, Norberto Blanco y Juan Isidro López. La mayoría permaneció allí horas o días y, aunque ninguno de ellos, padeció tormentos físicos, se practicaron interrogatorios a veces presenciados por el comisario Alberto Camarelli y el agente Miguel Angel Quiñones. A estos casos "viejos", según la distinción de Miller, podrían agregársele los de José Luis Albanesi y del adolescente Carlos De Filippis, detenidos "semilegalmente" en 1977 -es decir mediante una causa judicial viciada de todo tipo de irregularidades- y puestos a disposición del Ejército. Entre las "nuevas" denuncias se incluyen las de Edgardo Kristensen, Pedro Alfredo Trezza y Luis Genga (confinados allí antes y después de su cautiverio en "La Escuelita"). A María Cristina Bottinelli se la golpeó y se le dificultó conciliar el sueño cuando estuvo presa por unas dos semanas en la comisaría a fines de 1975.

Respondiendo a la pregunta de Miller: tanto con los testimonios "viejos" como con los "nuevos" es posible concluir que la Comisaría Séptima de Cipolletti fue un centro ilegal de detención de presos políticos. La dependencia funcionó como un lugar "de paso" previo a su traslado a la prisión o a lugares de cautiverio y torturas. Cuando las derivaban a "La Escuelita", las víctimas eran encapuchadas dentro de la comisaría y en la misma condición regresaban días o semanas después con las marcas físicas y psíquicas de las torturas padecidas. En dos oportunidades, la policía de Río Negro mantuvo de rehenes a las familias de personas seleccionadas para su detención, en una especie de prisión domiciliaria extorsiva que finalizaba cuando los buscados se entregaban a las autoridades.

Quedaría por aclarar si también fue un lugar habitual de torturas físicas, puesto que las psicológicas comienzan desde el mismo momento en que una persona es privada ilegalmente de su libertad para permanecer, sin saber cuál es su situación, en un estado de total desamparo y a merced de sus captores. Quizás todo el equívoco proviene de esa manera eufemística con que la justicia se refiere a los lugares de cautiverio y torturas. El término "Centro Clandestino de Detención" no dice nada sobre la principal finalidad que tuvieron los campos de concentración y exterminio argentinos: provocar terror en la población en general, aniquilar a una parte de los cautivos y "quebrar" física y psicológicamente a quienes sobrevivieran a sus horrores. Aunque incluye el carácter ilegal del "centro" al caraturarlo como "clandestino", la definición excluye nada menos que a la tortura y al exterminio sistemáticos. Es por eso que hablar de CCD equivale a adherir a cierta visión de nuestro pasado reciente, discurso que aún prima en la institución judicial y en amplios sectores de la sociedad.

No hay hasta el momento ningún indicio que sugiera que en la Comisaría Séptima de Cipolletti o en otras dependencias similares de ambas provincias se hubiera asesinado a presos políticos, pero sí existen sobradas pruebas de que allí se practicaron torturas psicológicas y físicas. Dejemos de lado las primeras, no por menos importantes, sino porque no hacen al meollo del artículo aquí analizado. También dejemos de lado los casos de la ex Comisaría Cuarta de Cutral Co y la Delegación Neuquén de la Policía Federal por largamente probados. Miller cuestiona que la comisaría cipoleña fue un centro de torturas al dudar de la veracidad de los "nuevos" testimonios de Ricardo Novero, los hermanos Pailós, Raúl Sotto y Oscar Contreras a quienes incluso atribuye una intencionalidad interesada: cobrar las indemnizaciones que el Estado nacional otorga a los presos por razones políticas. El análisis de la autora se vale de supuestas contradicciones en los dichos de aquellos y en la ubicación física de la Comisaría Séptima: en plena urbe, cerca de un banco, un colegio, etc.

Con respecto a éste último razonamiento, si cabe llamarlo así, baste recordar que muchos lugares de cautiverio y torturas fueron emplazados en lugares altamente poblados. La lista sería interminable, pero para no ir más lejos recordemos que la Delegación de la Policía Federal, dependencia de la cual nadie pone en tela de juicio su utilización como centro habitual de tormentos, también estaba emplazada a dos cuadras de la casa de gobierno en pleno centro de la capital neuquina. Los torturadores, además, tenían varias maneras de amortiguar los gritos de sus víctimas, siendo el más común encender radiotransmisores a alto volumen, método que fue usado en "La Escuelita" de Neuquén pese a su relativo aislamiento. En suma: el sitio de emplazamiento de la comisaría es un argumento frágil, casi pueril.

Vamos a la segunda objeción: las "inconsistencias" e "incongruencias" de las víctimas. Primero, sería bueno recordar que el grueso de la prueba de estas causas descansa en los testimonios de los sobrevivientes por responsabilidad primaria del Estado nacional, el cual con sus leyes de impunidad e indultos interrumpió las investigaciones abiertas a mediados de los ochenta. La escasez de la prueba documental, además, se debió a la destrucción, deliberado ocultamiento o reticencia a aportar datos por parte de las instituciones de los Estados nacional y provinciales (FF.AA., SIDE, policías federal y provinciales, justicia, etc.). En este sentido, invitamos a la autora a constatar en la causa "Reinhold y otros" la innumerable cantidad de pedidos de informes y de documentación que fueron ignorados, retaceados o negados a la justicia. En segundo lugar, es obvio que los relatos de las víctimas van a adolecer de imprecisiones. En el caso de los testimonios "nuevos", la memoria no puede permanecer indemne más de treinta años después. La autora además omite que las víctimas "viejas" también incurren en algunos errores menores, como no saber exactamente la fecha de su detención o de algún traslado o creer haber visto a alguien en un lugar que por lógica no podía ser tal. Su afirmación de que las víctimas "viejas" repiten sin variaciones las circunstancias de modo, tiempo y lugar en que fueron privadas de su libertad y torturadas tampoco tiene en cuenta las "ventajas" que han tenido sobre las "nuevas": cuando declararon por primera vez, hacía menos tiempo que habían sucedido los hechos, tuvieron la oportunidad de releer su primeras exposiciones y, además, cuando se toma una nueva declaración es requisito leer al testigo las anteriores. Tampoco es cierto que ninguna de las víctimas "viejas" haya visto a los "nuevos" denunciantes porque, si bien no los mencionan con nombres y apellidos, algunos afirman que en la comisaría había más personas cautivas de las que podían identificar.

Otra notable falacia de la nota es usar a su favor la constancia de que la comisaría permaneció "ocupada" por fuerzas militares comandadas por el teniente primero Gustavo Vittón desde el 24 de marzo de 1976 hasta principios/mediados de mayo del mismo año, puesto que muchos de los casos que Miller considera verdaderos ocurrieron antes del golpe, como el de María Cristina Botinelli o Juan Isidro López, o luego de que los militares "desocuparan" la dependencia policial, como sucedió con Pedro Trezza o Roberto Liberatore.

La autora no menciona la cantidad de congruencias que presentan las declaraciones por ella cuestionadas, como la coincidencia en el momento en que estuvieron en esa comisaría -los errores en la fecha exacta pueden subsanarse con registros documentales-, que se mencionan mutuamente, que describen de manera aproximada las "salidas" a que eran sometidos, que nombran a otros posibles testigos de sus detenciones y permanencia en la dependencia y que en los legajos laborales de algunos figura que estuvieron a "disposición policial" en fechas cercanas. Es decir, Miller tuvo en cuenta sólo las diferencias que surgen entre esos relatos, práctica no muy recomendable para una valoración integral de los mismos.

Entrando en cuestiones muy particulares, la autora afirma que Pedro Justo Rodríguez no menciona haber visto a Ricardo Novero, cuando ambos se encontraban cautivos en la comisaría, pero Rodríguez sí dijo haber visto a un joven comunista del sindicato de empacadores de la fruta que podría tratarse de aquel. Rodríguez permaneció allí hasta el 8 de abril, según consta en los libros de la U9. Ese dato documental desmorona la insinuación de Miller respecto a que podría haber una intencionalidad (¿de quién o de quiénes?) para extender el periodo de cautiverio de Rodríguez con el fin de "dar tiempo de llegar" a la comisaría a nuevas víctimas. Un absurdo malintencionado.

Siguiendo con refutaciones singulares, la detención de Raúl Sotto figura en su legajo laboral, diga lo que diga la directora del hospital donde trabajaba. La comisaría de Cipolletti no registró su ingreso como tampoco lo hizo con los casos que la autora no pone bajo una sombra de duda, y esa circunstancia, además, sirve para sostener la veracidad del testigo, puesto que la costumbre era no dejar constancia de los presos políticos en los libros. Que los médicos de la U9 no hayan anotado las lesiones que Sotto asegura sufrió como consecuencia de la tortura física tampoco es concluyente, porque ese cuerpo médico no asentó otros tantos casos "viejos" no sospechados de mendaces por la periodista.

Se podría seguir así con los demás testimonios, pero resultaría incomprensible para quienes no han leído la totalidad de la causa o para quienes, como Miller, sólo han leído un fragmento de ella. Esos detalles, al fin y al cabo, deberán ser sopesados por jueces que esperemos tomen más precauciones que la autora de la nota. No se trata aquí de afirmar que esos testimonios son verosímiles en todos sus aspectos o que no deban ser cotejados con otros datos de la causa, sino sólo destacar que esa labor requiere, además de mayor profundidad y precisión, mayor recaudo y respeto hacia personas que sufrieron allanamientos, detenciones ilegales, malos tratos, torturas psicológicas y, si se les cree a ellos y no a los imputados, también torturas físicas.

Además de los aspectos fácticos, la nota de Miller adolece de un trasfondo ético perverso al revictimizar a los sobrevivientes, como otros han señalado . Si bien no se trata de una palabra contra la otra porque la causa tiene documentos que respaldan a la parte acusatoria, sigamos en este punto su razonamiento. Simplifiquemos así la cuestión: ¿Qué relatos resultan más creíbles: los de personas que exponen ante los demás circunstancias terribles arriesgando incluso su vida -Jorge Julio López sigue desaparecido- o los de personas sospechadas de estar involucradas en actos ilegales del calibre de las investigadas? ¿A quién creer: a las víctimas o a los victimarios? ¿A quiénes callaron durante años por miedo o a quienes lo hicieron por conveniencia, complacencia y/o complicidad con lo sucedido?

Lo anterior no significa que un victimario no pueda ser veraz. Muchos datos importantes de la causa fueron aportados por un civil, Miguel Suñer, quién sacó fotos a cautivos de "La Escuelita". Pero, a diferencia de los imputados que hablan ahora para deslindar responsabilidades o a testigos que relatan parcialmente ciertas circunstancias para aparecer como colaboradores de la investigación judicial, la información que Suñer ofreció incriminaba -además de a sí mismo- a un conjunto de personas que por entonces no sólo no estaban procesadas, sino que ni siquiera habían sido identificadas. Quedará también en manos de los jueces determinar si se trata de una declaración sesgada y oportunista que sólo sirve para respaldar una acusación contra imputados ya muy comprometidos y otros casos de sincero arrepentimiento. En mi opinión, sin embargo, esa labor viene siendo realizada con mal tino, como mostró la diferente actitud del Tribunal Federal Oral de Neuquén hacia el médico López Proumen (el primer militar que en los ochenta reconoció la existencia de "La Escuelita", se autoincriminó y terminó procesado) y policías provinciales de Neuquén que treinta años después reconocieron haber participado de secuestros mediante relatos parciales, en ciertos puntos inverosímiles y carentes de información nueva.

Las instituciones victimarias, una por una

Al igual que en el resto del país, el Estado terrorista fue implantándose en la Norpatagonia de manera gradual. Las actividades de grupos parapoliciales y algunas razzias policiales comenzaron en 1974 y se incrementaron en 1975. El sistema de represión política combinó desde entonces dos modalidades interrelacionadas y complementarias: la semilegal y la clandestina. Su imbricación se volvería aún más tangible luego del golpe de Estado.

La semilegal consistía en allanamientos y detenciones efectuadas por las policías provinciales y federal, con la participación entre bastidores de personal de Inteligencia del Ejército. Aunque estuvieron principalmente dirigidas a personas sospechadas de participar en las organizaciones guerrillas, abarcaron también a otros grupos de izquierda y de centroizquierda. Pese a su apariencia legal, esos operativos y procesos judiciales estuvieron viciados de graves irregularidades y arbitrariedades. Su carácter intimidatorio queda en evidencia ante la ausencia de juicios y condenas contra los procesados.

La modalidad clandestina surgió primero en Río Negro y fue organizada desde la jefatura de la policía provincial comandada por Benigno Ardanaz. En Neuquén sus impulsores fueron el Destacamento de Inteligencia del Ejército 182, la Policía Federal y el rector-interventor de la UNCo. Remus Tetu. Hay indicios de que también habrían participado miembros de "grupos de choque" sindicales y partidarios. Las dos bandas se relacionaron y compartieron integrantes, como ejemplifica el caso de José Luis Cáceres. Las tareas parapoliciales consistían en infiltrar organizaciones políticas, proferir amenazas anónimas, atentar contra la propiedad y la vida de personas y efectuar fugaces y salvajes secuestros e interrogatorios. Además de presuntos guerrilleros, sus "blancos" incluyeron a sindicalistas, periodistas, médicos, docentes, artistas, estudiantes, etc.

La complementación entre los métodos clandestino y semilegal surge de analizar el modus operandi del conjunto del sistema represivo. Las dos formas perseguían a las mismas personas, en especial a dirigentes o militantes de la promontonera Juventud Peronista-Regional VII y de los partidos Comunista, Socialista de los Trabajadores, FIP, etc. Ambas modalidades intervenían, interrumpían o "embarraban la cancha" de los conflictos sociales. Un ejemplo: durante 1975, la UNTER concretó un extenso plan de lucha por viejas demandas insatisfechas. Mientras se desarrollaba la protesta hubo tanto detenciones semilegales contra docentes como amenazas e intimidaciones de la Triple A. Un atentado explosivo contra el Consejo de Educación -a falta de datos contrarios, seguramente efectuado por grupos parapoliciales- dejó al gremio en una endeble posición ante la opinión pública y su huelga culminó poco después. Con un tenor parecido transcurrieron los conflictos de Hipasam en Sierra Grande, de INDUPA en Cinco Saltos, de los empleados públicos y otros. Las características de la "comunidad informativa" mencionada por Miller brinda una prueba más. Esa institución fue creada, como afirman varios testigos, para la asignación de roles y tareas entre todas las fuerzas de seguridad y militares, tanto las que actuaban de forma "diurna" como "nocturna".

Es cierto que la plana mayor de la policía rionegrina se autoacuarteló en 1975 para lograr la separación de Ardanaz, como es igual de cierto que dos años antes le ofrecieron apoyo, junto con la regional rionegrina de la CGT, para impedir su destitución impulsada por peronistas de izquierda y comunistas. En el caso de Neuquén, los relatos y hechos sugieren que el gobierno y la policía provincial fueron renuentes a la acción de los grupos parapoliciales como apunta la temprana detención de José Luis Cáceres. Pero, paralelamente, la CGT neuquina junto con el MPN, marcharon para pedir la continuidad de Remus Tetu como rector-interventor y, según testigos, parte de los salarios de la célula local de la Triple A eran abonados con fondos que provenían de sectores legislativos de aquel mismo partido. No se niega que la policía de Río Negro -o incluso la de Neuquén- estaba atravesada por una interna entre "duros" y "blandos", para llamarlos así, sino que se destaca que los últimos también practicaron una persecución política por medios contrarios a derecho aunque, claro está, no de la gravedad de los usados por la bandas parapoliciales.

Después del golpe de Estado, ambas modalidades se fusionaron aún más al centralizarse la represión política. A la cabeza se colocó al Comando de la Subzona 5.2., seguramente integrado por el Estado Mayor de la Sexta Brigada y el jefe del Destacamento de Inteligencia 182. El Comando se encargó de coordinar y asignar las tareas que, dentro de ambas modalidades, cumplirían todas las fuerzas involucradas. Inmediatamente después se ubicaba el grupo encargado de las actividades netamente clandestinas, es decir la Plana Mayor del Destacamento de Inteligencia 182, el personal militar y civil de la misma dependencia y efectivos de la Policía Federal. Hay indicios en la causa que permiten suponer que por momentos existió cierto "conflicto de competencia" entre ambos tentáculos de la represión. Al contrario de lo concluido por la Comisión de Derechos Humanos de Río Negro, todo parece indicar que el modo semilegal fue principalmente orquestado desde la jefatura del Comando Subzona (ocupada la mayor parte del tiempo por José Luis Sexton secundado por el mayor Oscar Lorenzo Reinhold en el área de inteligencia), mientras que la clandestina, relativamente independiente de la anterior, fue encabezada por el teniente coronel Mario Alberto Gómez Arenas.

No hay dudas, entonces, de que la totalidad del aparato represivo -incluido el poder judicial- cumplió un rol en la persecución política. Ahora bien, hubo diferenciación de actividades, jerarquías y estatutos entre los distintos grupos. Muchos integrantes de las bandas parapoliciales pasaron a formar los grupos de tareas y a encargarse operativamente de "La Escuelita". Vale decir: eran los ejecutores principales de los secuestros, las torturas, los asesinatos, los enterramientos, etc. Los operativos "diurnos" o semilegales estuvieron a cargo de fuerzas conjuntas donde se mezclaban oficiales y tropas del Comando Sexta Brigada, del Batallón de Ingenieros, de la Policía Federal, de las policías provinciales y en algunos casos de Gendarmería. La Delegación Neuquén de la Policía Federal fue un centro habitual de detenciones ilegales y de torturas físicas. Hasta donde se sabe, la U9 y la U5 se usaron como "depósito" -para usar el lenguaje judicial- de los detenidos semilegales, pero hay testimonios que aseguran que pasaron por allí secuestrados y que se practicaron interrogatorios con golpes y amenazas. Las comisarías y alcaidías de las policías provinciales fueron lugares para la permanencia de presos políticos y, ocasionalmente, también se utilizaron como centros de interrogatorios bajo tormentos físicos. Las justicias provinciales y federal se encargaban de garantizar el encubrimiento de los hechos y la impunidad de los ejecutores al no investigar los ilícitos denunciados y rechazar los recursos de habeas corpus de los familiares de las víctimas.

Aquella división de tareas no excluye la complementariedad. Unos pocos ejemplos: las policías provinciales -y en especial sus agentes de inteligencia- participaron de algunos secuestros cubriendo la retaguardia del grupo de tareas o liberando la zona. En otros casos, eran los miembros del grupo de tareas quienes -vestidos de civil y semidisfrazados- acompañaban a las fuerzas militares y policiales uniformadas en sus operativos "diurnos". Los detenidos pasaban de la modalidad semilegal a la clandestina dentro de las comisarías y prisiones mediante el acto simbólico de colocarles una capucha sobre sus cabezas.

El reconocimiento de esas diferentes funciones no implica, como desliza Miller, que las personas ubicadas en las instituciones de menor jerarquía dentro del aparato de represión política -como parece ser el caso de las policías provinciales- deban ser exceptuadas de procesamiento, debido a que cumplían órdenes que, vale subrayar, eran ilegales e ilegítimas. Exceptuando a los pertenecientes a las áreas de inteligencia -puesto que trabajaban allí por decisión personal-, no hay dudas de que existieron casos -y quizás muchos- en los cuales oficiales y suboficiales de las policías provinciales, de los servicios penitenciarios e incluso de las fuerzas militares acataron sus roles a desgano o a regañadientes. Pero así hayan representado papeles secundarios o así hayan transgredido ciertas normativas para aminorar el sufrimiento de las víctimas o de sus familiares, fueron partícipes de la consumación material del genocidio y tienen, por tanto, responsabilidad penal.


II.- ¿Fue el diario "Río Negro" un "defensor de los DD.HH."?

Vayamos entonces al segundo de los asuntos abiertos por los artículos de Miller. El diario "Río Negro", es sabido, posee un halo de medio de prensa defensor de los DD.HH. entendidos en un sentido acotado: es decir, en asuntos vinculados con la represión ilegal del Estado cometida entre 1974 y 1983. Como ese "galardón" no figura por escrito, es válido suponer que lo obtuvo por sus coberturas de los conflictos sociales de los ´60 y ´70, por haber informado sobre detenciones y secuestros durante los años de la dictadura, por haber dado espacio a los organismos de DD.HH en el mismo periodo, por la participación de su director Julio Rajneri en la Comisión de Derechos Humanos de Río Negro en los ochenta y por el seguimiento de los juicios posteriores. Esa caracterización halagüeña de la política editorial del periódico, siempre en materia de DD.HH. definidos de aquella manera, está tan arraigada que cuenta incluso con el aval del periodista Horacio Verbitsky, quien deslizó al respecto una frase durante una entrevista televisiva difundida hace unos años con motivo del tratamiento de otro tema.

Para adelantar conclusiones, sin embargo, esa verdad vox populi adolece de cierta desmesura y soslaya que la política editorial del diario siempre se ha enmarcado en la "teoría de los dos demonios" y en ciertas argumentaciones cercanas a la obediencia debida. En tal sentido, los recientes artículo de Miller -cuyos lineamientos generales extendemos al conjunto del periódico- son sólo el último botón de muestra.

Comencemos desglosando la primera de las razones por las cuales se califica al "Río Negro" como un defensor de los DD.HH. Entre 1966 y 1976, el diario tenía una política editorial de neto corte liberal. A diferencia de las características de esa tradición de pensamiento en la Argentina y en América Latina, la línea editorial del periódico sostenía esa ideología tanto en el terreno económico como en el sociopolítico. Criticaba la intervención del Estado en la economía y al mismo tiempo abogaba por las libertades y garantías individuales (libertad de asociación, de reunión, de expresión, etc.). Fiel a esa postura, sus editoriales estuvieron entre las primeras voces que se alzaron contra el gobierno de facto de la autonominada "Revolución Argentina", del cual condenaba sus intentos corporativistas, su febril anticomunismo, sus "soluciones" represivas, su intervención en las universidades, etc. Las coberturas de los conflictos sociales y políticos eran bastante extensas y, en plena dictadura, se atrevían a denunciar sucesos álgidos para el gobierno dictatorial como las torturas contra obreros en el "Choconazo". Dentro el contexto histórico de entonces, el diario "Río Negro" tenía una línea editorial de centro con tendencia hacia la centroderecha cuando se trataba de política económica.

Entre 1966 y 1976 la dirección del medio estuvo a cargo de Julio Rajneri y de Nélida Rajneri de Gamba (quien fue decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNCo. bajo el rectorado de Remus Tetu). Oriundo de General Roca, como toda su familia, Julio Rajneri fue convencional constituyente durante la provincialización de Río Negro y funcionario público en gobiernos de la Unión Cívica Radical, actuó como asesor legal del Sindicato de Obreros Empacadores de la Fruta y fue detenido por las autoridades militares durante el "Rocazo". En ocasión de esa pueblada, el periódico por él dirigido fue censurado y años más tarde sufrió un atentado de las bandas parapoliciales. Esa enumeración de acontecimientos sugeriría dos cosas: primero, que algunas prácticas de Julio Rajneri tenían ciertas incompatibilidades con el ideario liberal (participó de gobiernos semidemocrático que llegaron al poder gracias a la proscripción del peronismo); segundo, que como colaborador de gremios y preso político de la dictadura podría considerársele, para usar términos de aquellos tiempos, una persona "progresista". Pero situémonos en el contexto histórico.

El "Río Negro", como cualquier medio de prensa, no fue solo un testigo parcial de los acontecimientos regionales: fue parte activa de los mismos. El periodo transcurrido entre 1966 y 1976 estuvo signado por pujas distributivas entre los diferentes subsistemas rionegrinos (el Alto Valle, los valles Inferior y Medio y el Área Cordillerana) y entre las ciudades del Alto Valle. Esas disputas se focalizaban en el reparto del presupuesto provincial. Si bien General Roca había sido hasta entonces la urbe principal del Alto Valle, hacía años que Cipolletti detentaba un crecimiento económico mucho mayor sustentado fundamentalmente en el patrón de asentamiento de las empresas empacadoras de la fruta. Sin ese trasfondo, es imposible comprender en qué consistieron las puebladas llamadas el "Cipollettazo" y el "Rocazo", ambas iniciadas por los sectores dominantes y/o las elites de esas localidades. Los disparadores de esos "azos" eximen de mayores comentarios: desde dónde partiría el camino hacia El Chocón y la creación de una circunscripción judicial en Cipolletti.

No debe extrañar, por tanto, que el periódico apoyara a uno de los sindicatos más cercanos a la CGTA de toda la Norpatagonia, ni que Julio Rajneri lo asesorara legalmente, puesto que las protestas de los obreros del empaque de la fruta estaban dirigidas contra una patronal cuyos socios locales estaban mayoritariamente radicados en Cipolletti. La clara toma de posición de la familia Rajneri a favor de General Roca influyó también en las coberturas del diario ante ambas puebladas. Como se podrá imaginar, una fue minimizada ("no compre el Río Negro" sugerían afiches en las calles de Cipolletti), mientras que la otra fue exaltada e interpretada de tal manera que podríamos hablar de una "versión rajnerista" de aquel acontecimiento. Julio Rajneri fue apresado durante la segunda parte del "Rocazo" por haber sido uno de los instigadores de aquella pueblada que devino en una semiinsurrección popular antidictatorial. Su breve detención está relacionada con las pujas redistributivas entre las elites locales, disputas que recurrieron a la desobediencia civil para hacer frente a la sordera de unas FF.AA. que habían clausurado los canales institucionales para la resolución de los conflictos.

Hubo otra puja intercapitalista-interelite que brindó al diario "Río Negro" buena parte de su aura progresista. Impulsada por el Estado nacional, circulaba por entonces la idea formar la "región Comahue", es decir tender hacia la unificación administrativa de Río Negro y Neuquén. Ese proyecto naufragó por arbitrariedades del PEN y por la contraposición de intereses que primaban entre los sectores dominantes de ambos lados del río Limay. A la burguesía comercial/contratista neuquina, nucleada fundamentalmente en el recién creado MPN, no pareció interesarle demasiado compartir con sus pares rionegrinos las ventajas que obtenía mediante su flamante posición de clase dirigente, máxime cuando la economía neuquina perfilaba a crecer sostenidamente mediante la explotación de sus recursos energéticos. Otras causas que distanciaban a las elites de ambas provincias eran sus muy diferentes actividades económicas, sus orígenes étnico-nacionales y sus pertenencias político-partidarias.

Hasta 1970, Julio Rajneri fue un fuerte defensor de la "región Comahue" llegando a pensar que podría competir con el Gran Buenos Aires. Una sucesión de roces con los dirigentes neuquinos, sin embargo, fueron haciéndolo desistir de esa idea. No vamos a enumerar aquí toda la secuencia, simplemente mencionaremos hechos que fueron cruciales: el papel del MPN durante el "Cipollettazo", los tironeos por la radicación de la sede central y de las facultades de la UNCo. y la creación del diario "Sur Argentino". Este periódico, dirigido por la familia Sapag, terminó con el cuasi monopolio zonal que el "Río Negro" detentaba hacía años en materia de prensa escrita.

El distanciamiento de Julio Rajneri con los Sapag tuvo repercusiones en la política editorial del diario roquense: la agencia Neuquén tendió a seguir una política editorial de centroizquierda. Para beneficio de los futuros historiadores, ambos periódicos regionales ofrecían extensas notas sobre los acontecimientos, informaciones u opiniones que cuestionaran de una u otra manera la hegemonía local de aquellas familias. El “Sur Argentino”, un pasquín partidario por dónde se lo mire, llamó “Roscazo” al “Rocazo”, atribuyó al “apetito egoísta de los roquenses” los conflictos por la radicación de la UNCo. y calificó varias veces de “diario gorila” al “Río Negro”. Éste, más elíptico y elegante, destinó muchas páginas a dar voz a los opositores del MPN: el movimiento estudiantil radicalizado, la Iglesia Católica, los sindicatos y partidos de izquierda y el conjunto del peronismo y el ucerreísmo. La columna de Ana Tole, pseudónimo de Jorge Gadano, tenía como destinatario predilecto de sus burlas e ironías a un gobierno emepenista, también criticado en otros artículos que denunciaban maniobras ilícitas con el erario público neuquino. La política editorial del diario "Río Negro", en resumen, estuvo segmentada provincialmente entre una agencia de neto tinte centroizquierdista conducida por Carlos Galván y las otras más próximas al centro del espectro político-ideológico de entonces.

Continuemos ahora con el papel del "Río Negro" ante los conflictos sociales y la represión política. Consecuente con su posición ideológica, antes de 1973 dio amplia cobertura a esas problemáticas, pero esa línea sufrió modificaciones en los años iniciales de la represión ilegal y semilegal. Algunos de esos cambios pudieron haber tenido relación con su posicionamiento respecto a la emergencia de las guerrillas. Su calificación como terroristas data desde el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu por parte de los Montoneros. El surgimiento de la insurrección armada por parte de jóvenes de "clase media y alta" era explicada por su origen peronista, donde, según la editorial, convergían "ultramontanos" de la "ultraderecha católica, fascista y marxista" agrupados por su "culto a la violencia", a la "heroicidad" y a los "superhombres" de la filosofía romántica alemana. Esas apreciaciones, sin embargo, solían ser contrabalanceadas con otras contrarias a la violencia proveniente de las instituciones.

La novedad en la etapa abierta tras las elecciones de 1973 consistió en que, de allí en adelante, la violencia política aparecería separada del Estado. En efecto, cuando el diario atacaba por igual al "terrorismo de izquierda y de derecha", omitía que la segunda provenía de las esferas gubernamentales y de los aparatos represivos. Esa modificación concordaba con una prematura versión de la "teoría de los dos demonios", instalada por los grandes medios de prensa cuando explicaron la masacre de Ezeiza como un enfrentamiento armado entre la izquierda y la derecha peronista. Es llamativo que esa postura no varió siquiera cuando la agencia Neuquén publicó una entrevista a un sindicalista, totalmente desvinculado con la guerrilla, que aseguró haber sido testigo de la emboscada tendida por la derecha peronista en ese acontecimiento. Tampoco cambió cuando velada o directamente el diario relacionaba a la jefatura de la Policía de Río Negro con los atentados de la Triple A. Cabe preguntarse por qué el periódico se mantuvo dentro del discurso oficial cuando no era desconocido que el terrorismo de la derecha provenía de grupos parapoliciales, es decir, tenía relación directa con el Estado.

En segundo lugar, sus coberturas sobre los operativos semilegales no solían constatar si había habido irregularidades en los allanamientos o arbitrariedades en las detenciones. Con la excepción de algunas notas redactadas por la agencia Neuquén, ese tipo de noticias tendieron a transformarse en transcripciones de los partes policiales. Es plausible deducir que el periódico consideró perfectamente legales a ese tipo de razzias, una interpretación que reiterará aunque con matices diez años después la Comisión de Derechos Humanos de Río Negro. Muchos de los detenidos bajo esa modalidad efectivamente eran miembros de organizaciones armadas, pero tal evidencia no convertía a dichos procedimientos en ajustados a derecho. Otra diferencia radica en que, en el periodo anterior a las elecciones de 1973, se daba en ese tipo de noticias más espacio a los afectados directos o a sus familiares, mientras a partir de 1974, y cada vez en menor medida, se publicaban exclusivamente comunicados de denuncia y repudio de las organizaciones políticas afectadas o de otras que se solidarizaban con aquellas.

Siempre gradualmente, por último, esas noticias fueron agrupadas con otras de índole policial o fueron tratadas como tales. En ese sentido, hacia 1974 y fundamentalmente hacia 1975, el "Río Negro" entró en un proceso de autocensura que, entre otras cuestiones, se manifestó en una paulatina pérdida de espacio para las informaciones referidas a conflictos sociales que tuvieran relación con partidos o sindicatos de izquierda y/o de centroizquierda. Valga como ejemplo que el periódico dio amplia difusión a las denuncias del rector-interventor Remus Tetu y a su desmantelamiento del proyecto de "universidad al servicio del pueblo", mientras que las respuestas del bloque que había gobernado la UNCo. hasta 1975 fueron publicadas mayormente en forma de solicitadas.

En marzo de aquel mismo año, el "Río Negro" sufrió un atentado planificado y ejecutado por la banda parapolicial formada por Remus Tetu. Según relató José Luis Cáceres, los disparos efectuados desde un automóvil oficial de la UNCo. se motivaron en el enojo del espía civil del Ejército Raúl Guglielminetti ante noticias redactadas por la agencia Neuquén. Es válido suponer, entonces, que ese ataque tuvo el propósito de intimidar a los periodistas de dicha agencia más que al diario en su conjunto.

Continuemos con el periodo inmediatamente posterior al golpe de 1976. Aquel 24 de marzo, mientras en ambas provincias se sucedían numerosas detenciones y allanamientos, el todavía comandante de la Sexta Brigada, Horacio Liendo, convocó a los corresponsales de prensa y a los directores de los diarios locales Luis Sapag y Julio Rajneri. Según relató Carlos Galván, en esa reunión se anunció que, a partir de ese momento, los periódicos tendrían que publicar exclusivamente la información oficial y, antes de imprimirse, debían enviarse las pruebas de galera a las autoridades castrenses. Julio Rajneri replicó que ese método era impracticable porque su medio se editaba en General Roca. Horacio Liendo, entonces, accedió a exceptuar al diario de ese requisito a cambio de un compromiso de no editar nada extraoficial.

En los días siguientes, el diario difundió información oficial sobre los procedimientos llevados a cabo por las fuerzas conjuntas hasta que, el 26 de marzo, anunció en tapa que estaba volviendo la normalidad al país y había calma total en el Comahue. De ahí en adelante, las notas referidas a la represión política fueron muy escasas, muy escuetas y la mayoría se originaron en la agencia Neuquén. Mencionaremos algunas. Calificándolos de "presuntos secuestros", en junio se dio cuenta de las privaciones ilegítimas de la libertad de Alicia Villaverde, Susana Mujica, Alicia Pifarré, César Dante Giribaldo y Darío Altomaro. El 20 del mismo mes se volcaron extractos de un comunicado del Comando Subzona 5.2, donde las autoridades militares reconocían que el Ejército y las fuerzas de seguridad habían estado practicando detenciones de integrantes del PRT-ERP (organización mencionada como la agrupación “puesta fuera de la ley en primer lugar”) y se des-responsabilizaban de los secuestros que había efectuado el grupo de tareas, atribuyéndolos a las “organizaciones subversivas”. En agosto la agencia Neuquén informó sobre un operativo de búsqueda de un fugitivo. Muchos años después se supo que se trataba del sindicalista de la UOCRA Hugo Innostroza, quien se había escapado de "La Escuelita".

Concluyendo el repaso, desde el golpe de Estado de 1976 el diario "Río Negro" dio una cobertura muy exigua a la represión ilegal del Estado en la zona cuando ésta estaba en pleno apogeo. Como contrapartida, los organismos de DD.HH. y los familiares de los desaparecidos tuvieron lugar desde el inicio de sus reclamos y el espacio a ellos dedicado se iría ampliando con el paso de los años y el desgaste de la dictadura. Posteriormente, Julio Rajneri participó de la Comisión de Derechos Humanos de Río Negro y a mediados de los ochenta el periódico dio amplia difusión a las primeras investigaciones judiciales sobre los delitos de lesa humanidad cometidos en la región, una política que continúa hasta la fecha.

La trayectoria del "Río Negro" muestra que desde 1966 hasta 1973 fue un periódico claramente consustanciado con el respeto a las garantías procesales en consonancia con su política editorial. Esa línea, sin embargo, comenzó a volverse más laxa durante los primeros años de represión ilegal (1974-1976), al desvincular conceptualmente al Estado de la "violencia de la derecha", al no constatar o no difundir las anomalías de los operativos semilegales, al "policializar" acontecimientos de índole política y al destinar cada vez menos espacio a ese tipo de hechos. Esa tendencia fue acentuándose paralelamente al incremento del sistema represivo hasta que, durante la dictadura, las noticias reproducían los partes oficiales o calificaban de "presuntos" a secuestros de los grupos de tareas. El diario parece haber intentado compensar esa desinformación con el lugar otorgado a los organismos de DD.HH. y con las amplias coberturas y la participación de su director en las investigaciones de los ochenta.

¿Fue el diario "Río Negro" un "defensor de los DD.HH."? ¿Sobre qué elementos de juicio se puede afirmar tal cosa? De antemano conviene anticipar que, por lo menos en mi opinión, ninguno de los diarios editados durante el Proceso de Reorganización Nacional debería ser calificado de esa manera, porque en ese contexto tal cosa era impracticable. Cualquier medio que informara de la gravedad y la sistematicidad que tenían por entonces las violaciones a los DD.HH. habría durado muy poco en la calle y sus editores habrían corrido serios riesgos de sufrir sobre sus cuerpos los mismos horrores narrados desde sus páginas. Si como "defensor de los DD.HH." designamos a los medios de prensa que, comparativamente, dieron más espacio e importancia que otros a esa temática dentro de aquel marco histórico, sí, el "Río Negro" fue mejor que "Clarín", "La Nación" o "La Nueva Provincia" y peor que el "Buenos Aires Herald". La adjetivación de "defensor", sin embargo, no deja de tener resonancias desmesuradas. En cuanto al periodo transcurrido entre 1966 y 1976, podría serle otorgada, paradójicamente, durante los siete años de dictadura de la "Revolución Argentina", pero, por las razones enumeradas, sería altamente rebatible prolongarla respecto de los tres años de democracia inmediatamente posteriores, siendo incluso más factible afirmar que la política editorial de entonces tendió a reproducir discursos que facilitaron la consumación del genocidio . Veamos brevemente por qué.

El diario difundía un cuadro sesgado de las circunstancias cuando, por igual, responsabilizaba del incremento de la violencia política al terrorismo de la izquierda y la derecha y cuando, ignorando evidencias contrarias, desvinculaba a los aparatos del Estado. Dentro de ese marco y por deducción, el resto de la sociedad se presupone como una víctima abstracta de las prácticas de ambos grupos, una espectadora pasiva e inocente que había quedado inmersa en una situación con la cual, como comúnmente se afirma, "no tenía nada que ver". Si el diagnóstico entendía que los males provenían de esos dos sectores, la cura debía provenir de un tercero. Y fue el Estado, el mayor generador del problema, el que instrumentó la solución por todos conocida. Aunque haya sido de manera no-conciente, la explicación falaz del "desorden" volcada desde 1973 por el diario "Río Negro" se enmarcaba en un proceso de radicalización autoritaria que convergió finalmente en el discurso del "orden" esgrimido por el Proceso de Reorganización Nacional. (Imaginemos qué diferente habría sido el desenlace de aquella época si la mayoría de los actores sociales hubieran incluido las prácticas ilegales del Estado como uno de los añejos males a subsanar, y si se hubiera analizado la explosión de la violencia política como resultante de las contradicciones históricas arrastradas por la sociedad argentina por lo menos desde 1955, y no como el advenimiento de una generación de "fanáticos" salidos de quién sabe dónde).

El análisis volcado arriba no sólo es extensible a la mayor parte de los medios de prensa del país -con ciertos matices entre unos y otros-, sino al conjunto de sectores que recibieron con menor o mayor alivio al golpe de Estado de 1976. Aquella versión prematura de la "teoría de los dos demonios" posicionaba al grueso de la población en una situación inmejorable: quedaba exceptuada de cualquier responsabilidad respecto al genocidio en ciernes. Los demonios del diario "Río Negro" eran, por tanto, los demonios que aquejaban a la mayoría de la sociedad.


III.- Dilemas de una sociedad pos-genocida

Desde el inicio mismo de estas causas, la interpretación de ese pasado tormentoso ha sido objeto de luchas simbólicas. Los primeros juicios, circunscriptos en la "teoría de los dos demonios" institucionalizada por la CONADEP , estuvieron destinados a condenar a las más altas autoridades militares en su carácter fundamental de ideólogos (el juicio a las Juntas Militares) y a exceptuar, mediante las leyes de obediencia debida y punto final, a los ejecutores materiales del genocidio: cuadros medios y bajos de las FF.AA. y de seguridad. Los procesos judiciales abiertos tras el fin de la dictadura seguían repitiendo que lo sucedido en la Argentina entre 1966 y 1983 había sido consecuencia del surgimiento de un terrorismo de izquierda al que le siguió como contrapartida un terrorismo de derecha.

La nueva versión de los "dos demonios", sin embargo, presentaba diferencias con la anterior. La primera era que en los ochenta se reconocía por primera vez que las FF.AA. se habían valido de un plan sistemático de exterminio. Se admitía, por así decirlo, que la cura había sido peor que la enfermedad. Otra novedad era ocultar deliberadamente o excluir la identidad político-ideológica de las víctimas del terrorismo de Estado, en especial si habían sido miembros de las organizaciones armadas. Los demonios, por así decirlo, habían existido, pero se habían vuelto invisibles. Esa estrategia -cuya frase de cabecera era "no investigar a las víctimas"- era comprensible procesalmente en ese contexto puesto que se evitaba facilitar posibles imputaciones contra los guerrilleros sobrevivientes a fin de no desviar la atención sobre la problemática principal: la violencia estatal. Pero ese silencio podía interpretarse -y efectivamente lo fue- como la confirmación de que los grupos armados de la izquierda habían sido los principales o únicos culpables del encumbramiento de la dictadura. Para sostenerse, la explicación de los "dos demonios" necesitaba nada menos que excluir de su universo de análisis a por lo menos tres décadas de historia argentina.

Una de las más graves continuidades entre ambas versiones era seguir usando como sinónimos las palabras guerrilla y terrorismo. En general, se califica de terrorismo a grupos cuyos métodos de violencia física sistemática (homicidios, colocación de bombas en lugares públicos, etc.) están dirigidos contra la población civil, con la finalidad de generar terror en el conjunto social o en grupos determinados. Las organizaciones guerrilleras argentinas nunca tuvieron tales objetivos; al contrario, sus planes revolucionarios precisaban para concretarse de un amplio respaldo social. Se podría argumentar que sus asesinatos contra integrantes de las fuerzas militares y de seguridad aterrorizaban a esos grupos pero, aunque ello hubiese sido así -lo cual es poco plausible por razones conceptuales y de contexto que sería muy extenso detallar aquí-, no se trataba de ataques sistemáticos contra la población civil. Por el contrario, las acciones de la Triple A encajaban en las características atribuidas al terrorismo. Primero, porque esas bandas provenían del Estado; segundo, porque sus asesinatos tenían por finalidad aterrorizar a civiles seleccionados por su identidad político-ideológica de izquierda o centroizquierda vinculados o no a la lucha armada. Su persecución contra ese sector, además, implantó el miedo y la sensación de caos que facilitó el amplio apoyo social conseguido por el golpe de 1976.

El informe de la Comisión de DD.HH. de Río Negro que tanto halaba Miller se inscribe dentro del discurso de los "dos demonios": enfocó sus miras en identificar a las cabezas de la represión ilegal en la zona y no tanto a los cuadros intermedios; aclaró que en la región no había habido actividades de índole "subversiva" sin definir ese concepto y estableció una jerarquía sobre las instituciones involucradas otorgándole a la policía rionegrina un rol secundario. En líneas generales, se diferenciaba de la información publicada antes de la dictadura por el diario "Río Negro" en el reconocimiento del rol cumplido por las bandas parapoliciales, en la explicitación del plan sistemático de exterminio y en aclarar con cierta ambigüedad que los procedimientos legales lo habían sido sólo en apariencia.

El reciente artículo de la periodista se enmarca también en tales conclusiones. La autora cuestiona los testimonios de algunas víctimas para aligerar, en particular, la carga penal que pesa sobre ex policías rionegrinos y, en general, sobre el conjunto de la institución. Ese es el verdadero trasfondo del "informe especial". De allí la insistencia en el rol supeditado de la fuerza, de allí la mención de anónimos ex agentes que podrían servir como testimonios de descargo, de allí la aclaración sobre la trayectoria del abogado de los acusados. El mensaje que puede leerse entrelíneas manifiesta que hubo personas funcionales al aparato represivo que no se consustanciaron nunca con él, que no se involucraron en sus engranajes nodales y que se restringieron a cumplir órdenes.

Dejemos de lado el análisis procesal de casos particulares y amplifiquemos ese último aspecto. En efecto, hubo esa clase de posicionamientos, a menos que se crea -como parecen hacerlo algunos organismos de DD.HH.- que todos y cada uno de los participantes, fuera cual fuera su rol y función, tenían el mismo nivel de encarnizamiento, de saña y de sedicia que caracterizaron a los ejecutores primordiales de los crímenes. La causa está repleta de relatos situados en una línea muy delgada entre la testimonial y la indagatoria: policías que confiesan haber participado de secuestros, un médico militar que atendió a una mujer embarazada en "La Escuelita", un doctor policial que hizo lo propio dentro de una comisaría, soldados que cumplían guardias en dicho "centro clandestino" y participaban de detenciones semilegales, una celadora que admitió haber visto en la prisión a una detenida, etc. También abundan declaraciones y documentales que favorecerían a posibles imputados: un militar que avisó a un civil que era un futuro blanco de la represión, un guardia de "La Escuelita" que curaba las heridas de las cautivas, un director de prisión que informó a familiares de un detenido sobre un traslado secreto, un comisario que abrió un expediente donde se asentó un procedimiento clandestino en un intento de "blanquear" una detención ilegal, policías que se tirotearon con el grupo de tareas para impedir un secuestro, etc., etc.

Si se las mira desde el marco estrictamente jurídico, todas esas conductas, así hayan sido en ayuda o colaboración de víctimas o familiares, son punibles. Incluso quienes se enfrentaron con disparos a los grupos de tareas eran policías cuyo deber consistía en detener a los secuestradores, al igual que el caso del comisario que procuró obstaculizar una privación ilegítima de la libertad o del suboficial que trasladó a una detenida desde una comisaría hasta una prisión. Desde los estrechos márgenes jurídicos, entonces, no hay espacio para el equívoco: todos y cada uno de los participantes tienen responsabilidad penal. Ello no implica que deba subsanarse la ausencia de una estrategia procesal coherente que impida hacer pasar como colaboradores de la investigación a testigos oportunistas y viceversa. La falta de criterios unificados y de claras líneas de demarcación permitió que las decisiones sobre estos delicados asuntos se tomaran de forma discrecional y arbitraria. La "doble vara" con que se midieron algunas conductas no se originó, como sugiere Miller, en una especial mala predisposición hacia la policía de Río Negro, sino en un preocupante vacío de conceptos y procedimientos.

Al estar enmarcados en los discursos del terrorismo de Estado y de los crímenes de lesa humanidad, las actuales causas han ampliado las imputaciones originales. No es de extrañar que los jefes de la represión dejaran de ser los únicos involucrados y aparecieran nombres de cuadros intermedios de las FF.AA. y de seguridad, además indicios que sugieren la participación de jueces, fiscales y otros funcionarios civiles en maniobras de encubrimiento. Pero vayamos aún más allá: el genocidio perpetrado por el Estado habría sido imposible de ejecutar sin un amplio respaldo social al gobierno militar. Y no nos referimos sólo a las complicidades civiles que podrían ser objeto de juicio penal o civil, sino a infinidad de conductas no-punibles que resultaron indispensables para que se efectuara la matanza: desde vecinos que vieron concretarse un secuestro, hasta quienes tenían una idea de lo que estaba sucediendo y prefirieron callar o actuaron en contra ello dentro de los apretados márgenes de entonces. No se pretende sostener que, si eso fuera factible, la justicia debería procesar a veinticinco millones de personas, sino destacar que la problemática del genocidio trasciende largamente los criterios jurídicos.

Si se adhiere al discurso del genocidio, no puede soslayarse que el conjunto social -además del Estado como autor material- está relacionado de una u otra manera con los crímenes y sus circunstancias. Ya sea como víctimas, como perseguidos políticos, cómplices, encubridores, colaboradores, partícipes por acción u omisión, testigos, ejecutores directos o indirectos, etc. todas y cada una de las personas que vivenciaron la época mantienen vínculos con lo sucedido. Muchas no son claramente ubicables dentro de la dicotomía víctimas/victimarios, no sólo porque existen innumerables casos intermedios o ambiguos, sino porque, tomada abstractamente, la sociedad misma fue ambas cosas al mismo tiempo. Tales consideraciones, es cierto, sólo podrían resultar útiles para los litigios en curso si se adaptaran a los límites impuestos por un sistema judicial inscripto en la lógica aristotélica y en la moral judeo-cristiana, pero la necesidad de actuar dentro de tan reducido marco no impide realizar un análisis más profundo de las problemáticas genocidas y pos-genocidas, con miras a superar reiteradas explicaciones simplistas y maniqueas.

Aunque el desarrollo de estas reflexiones precisaría de otro escrito, no está de más señalar que la mayoría de la izquierda y la centroizquierda no han realizado aún esa labor. Refiriéndonos exclusivamente a los organismos de DD.HH. locales en relación con esta causa, sus estrategias han sido conseguir una rápida condena contra los principales represores y lograr el reconocimiento institucional del genocidio. Surgen diferencias y disparidad de criterios cuando se trata de criminalizar o no ciertas conductas. Los que reivindican la militancia de los sesenta/setenta lo hacen desde una impronta de heroicidad que dificulta realizar un balance crítico de aquellas experiencias históricas. En general, no se consideran otras estrategias más complejas e integrales con objetivos mayores a la mera condena, la inclusión de la palabra "genocidio" en los fallos o el "escrache" público contra los individuos vinculados en mayor o menor medida con la represión ilegal.

La evidencia de que toda la sociedad "tuvo que ver" con lo sucedido resulta muy molesta para algunos sectores y en especial para aquellos no directamente inscriptos como víctimas o victimarios. En vez de la tranquilidad de conciencia ofrecida por "los dos demonios", admitir que aquello fue un genocidio implica asumir responsabilidades aunque ellas no sean punibles. No es de extrañar, por tanto, que se intenten reflotes de aquel viejo discurso. En el caso del diario "Río Negro", debe resultar más cómodo considerarse totalmente ajeno respecto a lo ocurrido "a otros", que preguntarse cuáles fueron los claroscuros del papel desempeñado antes y durante los años oscuros. El paraguas de "paladín de los DD.HH.", además, lo ha protegido hasta cierto punto de las críticas de los sectores opuestos a su posterior política editorial de corte rabiosamente neoliberal-neoconservadora.

Esta respuesta no tiene la intención de "demonizar" al periódico. No se trata de invertir la "teoría" para convertir en "ángeles" a unos y en "demonios" a todos los demás, se trata de desechar definitivamente esas interpretaciones al cajón de las ideas caducas y obsoletas. El objetivo era refutar los argumentos de Miller, exponer su articulación con la línea editorial del "Río Negro" en la materia específica que nos ocupa y procurar desmistificar o relativizar su halo de medio de prensa defensor de los DD.HH. Con respecto a esto último, y para finalizar, los artículos referidos constituyen un retroceso cuya justificación resultará engorrosa hasta para los apologistas del diario: hasta esa publicación, el "Río Negro" nunca había tratado de mendaces a víctimas de crímenes de lesa humanidad para deslindar explícitamente responsabilidades ajenas e implícitamente responsabilidades propias.


Neuquén, 21 de abril de 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario